sábado, 6 de septiembre de 2014

El imaginario de la ciudad en Hallado en la Grieta, de Jorge Velasco Mackenzie

El imaginario de la ciudad en Hallado en la Grieta, de Jorge Velasco Mackenzie
Tomado de El Telégrafo 1 de septiembre de 2014

Paúl Puma, poeta
La literatura se decanta más bien hacia lo informe, o lo inacabado, como dijo e hizo Gombrowicz. Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible o vivida… La escritura es inseparable del devenir; escribiendo, se deviene-mujer, se deviene-animal o vegetal, se deviene-molécula hasta devenir- imperceptible.

La literatura y la vida
, Gilles Deleuze

El presente texto me sirve como una aproximación al imaginario de la ciudad en la novela Hallado en la grieta, de Jorge Velasco Mackenzie. La obra fue publicada por Editorial Mar Abierto (Manta, 2012) y plantea un escenario que difiere con los otros que ha utilizado el autor en sus narraciones, en los que la urbe se concreta como una ciudad propiamente dicha. Ahora, en un giro de timón, el autor ya no atiende a la masa poblacional atravesada por calles y edificios o casas, más acá o más allá de lo rural, sino al cuerpo enarbolado de una isla singularísima: Indefatigable. En ese cuerpo ocurre una historia como una suerte de tatuaje autómata que deduce pasiones oscuras.
Indefatigable: la isla Santa Cruz, es el original recinto rodeado de mar que, apartado del continente —huella inconclusa del territorio nacional ecuatoriano—, esboza su propia vida como un imaginario —del latín imaginarius: aquello que únicamente se devela en el ejercicio caro de la imaginación como la invención de un mundo, su imagen o representación social: imagen: imago: palimpsesto, retrato de algo frente al espejo: imitación de la figura real(1)–. Imaginario que atiende al interesante y, casi siempre lejano, territorio poblado de las islas Galápagos. En él —¿ciudad?, ¿urbe que se transforma?— en su recogimiento corpóreo, el espacio/tiempo es propicio para marcar el retorno a la memoria dolorosa del viejo Valdemar y su mujer de sangre oriental Ailyn, a la que compró —como un objeto suntuoso que se conoce y se lleva y ya— hace más de 20 años.
El odio/amor de estos dos personajes se desenreda en una geografía costera que no se corresponde precisamente con el puerto (por ejemplo con el de Guayaquil), ni siquiera con la ciudad en ciernes. Su universo es un arrecife entre arrecifes o una isla tras islas, donde una aventura novelesca profundizará en las imágenes de los navíos, el mar y los misterios de las siniestras Islas Encantadas en las que se posibilita —ah sortilegio de las palabras— una fábula espesa y trágica.
El viejo Valdemar enlazó a su amante obscenamente: el perdón de su compañera —¿capital emocional o sentimental mercancía humana?— es un carbón caliente entre sus manos, una deuda aplazada que quema. Sin embargo, la venganza, el sopor mutuo, el odio de Ailyn hacia su único postor y la búsqueda de las tumbas de sus padres: Toshiko y Junko o el recuerdo abominable de ellos, dilucidan un paisaje distinto que solo la inverosímil localidad de las Galápagos con su absoluta diferencia, con respecto a todas las ciudades del mundo, puede proporcionar.
La trama ficcional se origina como una navegación que pretende superar ¿o traspasar? el cuerpo del arrecife. El lector atestigua la llegada del barco El Albión a las islas Galápagos. Luego observa, también, el arribo del navío a las Islas Encantadas, que a lo largo de esta narración aparecen como islas funestas. El viejo Ventura y su mujer Ailyn regresan después de “veinte años, siete mil trescientos días con todas sus horas y lluvias”(2) a Indefatigable, para encontrar la fruta sucia de la venganza.
Ailyn constituye los ojos tristes de ese cuerpo imaginario golpeado por las olas del mar. Ventura es el sexo cansado por la espera. Ailyn es una imagen acústica, el recuerdo de sus padres, la explosión silenciosa e impertérrita, aquella tan cruel, la de la bomba de Nagasaki e Hiroshima que obligó a su familia a ocultarse del mundo como Hibakushas (o sobrevivientes del holocausto por mano estadounidense) despreciados como leprosos en la búsqueda de una nueva región, para olvidarse de sus otros congéneres, obligados a hacer o rehacer una nueva vida. El viejo es un disparo al aire, la evasión del cuerpo, su caída.  
Varios personajes se acercan a la ciudad que no es ciudad sino un amasijo de espíritus que solo la argucia del narrador omnisciente puede revelar. Aparece Eufemio, por ejemplo, el capitán que nombró a su paquebote Tigre III en honor a su hijo. O Billy Blackman, el suicida buscador de un tesoro y pieza clave de la historia, sin la cual Valdemar nunca hubiese conocido a los padres de Ailyn. También emerge como una sombra Nabor Tomalá o El indio ausente, espía o testigo de la compra-venta de Ailyn. Entre otros personajes, acuciosamente construidos —incluso en sus nombres, pues algo tienen de esas novelas clásicas de mar que se mantienen incólumes en nuestra reminiscencia— para esta intriga que los muestra —virtud del novelista— en una totalidad dialéctica y sagaz a lo largo de toda la obra.
Hallado en la grieta es una narración que acude a un imaginario único que es tesoro sanguíneo inexplorado por la mayoría de los ecuatorianos, inconsciente colectivo, uva de uvas, leche materna en la que encontraron un panorama asociado a la memoria, empeños literarios trascendentes como Las encantadas o Moby Dick, de Herman Melville. Mackenzie lo reseña y asimismo, toca o bebe de las aguas de otros autores como Luís Vaz de Camôes, Pablo Palacio, Antonio Cisneros, Tristan Tzara, Fernando Pessoa, Ovidio, Paul Valéry, Mario V. Llosa o Mary Shelley. Sus oportunas referencias son acaso muelles para anclar los barcos de su novela, son presencias en el hilo de esta historia que matizan y brindan asidero a la invención de la acuarela y sus almas.
Novela de aventura, similar a un hipocampo remecido por las tibias aguas del océano Pacífico, acoge en su corazón y su cerebro historias “palabreadas” desde la mirada del investigador, del periodista riguroso que sabe cuándo elevar ancla y guiar el timón hacia la ficción de un horizonte y un mar reales, desde los datos histórico-geográficos y los enigmas que, en este caso, rodean al antiguo y mal llamado Archipiélago de Colón. Mackenzie es tan meticuloso en la pintura que elabora. Al espectador le queda, entonces, calcular los puntos de fuga, el ápice de oro que brilla en el trazado literario y el cielo, así como la noche y las estrellas que rocían de luminosa tragedia a sus personajes.
Las líneas de la narración son bien meditadas, así como las pulsaciones que elevan una melodía prolija desde los clavijeros de metal de un piano adiestrado, y reservan breves y diestras elipsis, párrafos bien pensados y argumentados, hipótesis comprobadas. Hay capítulos rematados con minuciosidad que encierran acertadas comparaciones y lúcidas imágenes: “Es un mundo pequeño, ¿no? Apenas cabe un dedal en el dedo y la aguja no entra. Empuja el mundo”. “El miedo hundía su horror como un arpón en la carne”. “La mañana se volvió calurosa, lenta, pesada, un ancla atrapada en las piedras de la isla.”(3) También hay frases que representan verdades: “Todos los caminos que conducen a la aventura o al placer son escabrosos”. “…quien bebe solo siempre se inventa un interlocutor que lo escucha”. “El vidrio es pureza. El metal es venganza”. “…la ley viene siempre después del delito”. “Así vive la serpiente con su propio veneno, la mordedura del perro se sana con su propia pelambre, la muerte se cura con los restos de la misma muerte”. “…cuando una nave se hace a la mar no se prepara para navegar sino para no zozobrar. La vida es como la nave. No la vives, la mueres”.(4) Es posible una urdimbre hecha de frases tentadoras: “¿Han visto una mirada con fuerza? Claro, la han visto. Es cuando en la pupila se dibuja una daga que tiene en la punta una gota de sangre”.(5) Las frases nos conminan a escrutar en la realidad de la fabulación o viceversa, el objetivo novelístico ha sido cumplido.
Es difícil no volver a la novela y a la construcción de su diámetro corporal, a su ciudad/no ciudad, a su tratamiento de la imagen, a su imaginación ficticia —¿o real?—, a su universo paralelo que se corresponde con su espejo imaginario. Las escenas que se destacan son cuadros casi cinematográficos, bien elaborados desde la dramaturgia aristotélica, aquella que contempla una montaña rusa emocional plagada de conflictos hacia un clímax y un desenlace. Perturba, por ejemplo, en demasía, esa escena en la que Ailyn le relata al capitán del Tigre III las atrocidades del ataque nuclear o el temido “silencio de la ola” de Hiroshima y Nagasaki: “Eran cientos los heridos, distintos por todos lados, y los muertos reflotando en las aguas de los siete ríos de Hiroshima, el abanico quemado. Arrastrando a Junko que aún herido seguía maldiciendo Tenno Haika, alcanzamos el puente Koi y miramos adentro de la trinchera cavada por los soldados para detener el fuego, según la orden imperial para detener la invasión; de ahí emergían los soldados sangrando por todas partes de sus cuerpos, lo más terrible de mirar eran sus cabezas, el pelo estopado de sangre coagulada y los ojos chorreantes ‘¡Bansai! ¡Bansai! ¡Tenno Haika!’ Cantaron a nuestro paso”.(6) 
Y cuando el lector ha quedado sin palabras frente a las palabras aparecen los logrados y paradójicos cuadros, como el de Ailyn arrastrando al viejo y ebrio Valdemar mientras los inunda el agua —¿extraña entraña de la solidaridad?— así como el de Toshiko haciendo hasta lo imposible por salvar la vida de su esposo Junko San —¿entraña de la extraña solidaridad? ¿Esa, la que nos devuelve a la condición de humanos?—.
No hay deudas que el lector pueda reclamar al narrador en este viaje marítimo: su amasijo pictórico agobia y recrudece firme en la lectura. No hay reproches. Ni siquiera su adjetivación malvada para el mar o las islas, su desconfianza ante lo desconocido, los ambientes naturales o sobrenaturales, los intrincados caminos interregnos acosados por las aguas del mar o los presagios lóbregos y mórbidos de esta aventura.
La construcción de la novela, el desarrollo de la trama, el contexto que se supera como pre-texto, los puntos de quiebre en el argumento, la tensión o la expectativa generadas (donde el mar, el viento, los objetos adquieren vida propia y aseguran el enigma del tejido narrativo hasta su final) nos advierten de la historia depurada con corrección, hecha por las manos de un orfebre que sabe intercalar la evolución de los personajes, las escenas sustantivas y adjetivas, los diálogos y los ambientes con metáforas y comparaciones que fijan, con certeza, los goznes de una maquinaria atroz —por lúcida y maquiavélica— o los ejes temáticos, dígase breves capítulos hipotéticos, de la novela hacia la fuente de la recordación del lector —ay, empero, también, quizás, del propio escritor.
Los conflictos de la obra hablan de la muerte o el odio o el miedo como la sustancia de una trama que enajena y sostiene en vilo la emoción. Su elaboración discursiva disipa al que lee ¿o escribe?, lo orilla al tormento y a la nostalgia de un narrador y su historia, pensada desde lo verosímil (¿intuimos aquí al laberinto Mackenzie?). Como dice Derrida en Leer lo ilegible: “Hay siempre en el interior del idioma, en el interior de la propiedad, una diferencia y un comienzo de expropiación, que hace que el ‘alguien’ que escribe no pueda nunca replegarse sobre su propio idioma, y sea un ‘alguien’ que ya está difiriendo de sí, disociándose de sí mismo en su relación con el otro. Este ‘alguien’ es ‘algún otro’, alguien que habla al otro, no se puede decir que simplemente sea el que es. Yo diría, pues, que si hay escritura supone una afirmación; es siempre la afirmación de algún otro para el otro, dirigida al otro, afirmando al otro, a algún otro. Siempre es algún otro quien firma.”(7)
Intuyo. Intuimos, la experiencia del ojo experto del autor para plasmar breves fragmentos de vida en su libro-sinfonía que es una “música hecha de silencios”(8) similar a ese fandanguillo de los “escualos de movimientos sinuosos y siniestros, como si estuvieran actuando en una danza sin música y sin espectadores debajo del agua”(9). Se intuye ese “volar” que nos entrega Jorge Velasco M. en su vigésimo segundo emprendimiento literario.
La finalización del capítulo Las grietas permite encontrar una especie de punto de giro en la novela. Hasta ahí el narrador fue invisible (obsérvense algunas novelas de Manuel Puig, por ejemplo, pienso en El beso de la mujer araña) si no fuera por dos o tres frases claves que permitieron intuir su vida. Luego hace su entrada como si se tratase de un contador oral a veces omnisciente, a veces omnipresente, pues asiste, por ejemplo, a la escena en que Ailyn ayuda a parir a una mujer fuera de un nosocomio o es testigo privilegiado de la intimidad de esa alcoba en la que Ailyn y Valdemar dormitan o se aman o —cabe decirlo— se matan.
Es por demás elocuente el monólogo final de Valdemar Ventura, una suerte de retrospectiva del personaje principal de la novela: “Odio mi fea carnalidad. Esa que veo morir a diario en el espejo donde al afeitarme me miro viejo, un meditabundo errante entre las olas… Aborrezco mi andar crispado, jorobado, en busca de un trago que no encuentro en toda la isla. Mi cuerpo hediondo a alcohol hasta la muerte... Vivo con una mujer en una cueva que nadie conoce, donde sólo existe la mordedura del hambre y la sed perpetua… Por eso veo doble, dos veces el mismo dolor…”.(10) 
Dicho monólogo contrasta con la descripción de la infancia de Ailyn que, al parecer, sonríe tres veces en la historia —¿el único destello de alegría pura que se observa en el sistema narrativo?—: “Como era aún una niña de doce años, pensaba en corales y caballitos de mar; un gran caracol blanco que vio roto en un acantilado, olas y espuma; arena, niebla y mar… Entre la lobreguez imaginaba batallas de soldados diminutos, luchando contra un inmenso dragón; un fuego furioso y un gran hongo que rompía el aire… Por las hendiduras de la gran ventana del corredor comenzaban a meterse cuchilladas de luz cuando Ailyn se quedaba dormida en su jergón”.(11)   
Tensión, expectativa, imaginación detallística, registro argumentativo riguroso que a ratos nos hace recordar El viejo y el mar, del maestro E. Hemingway con las distancias necesarias que impone el tiempo, la audacia y el desenfreno o el rigor: hay tantos términos que subraya el autor como conocedor del mar desde el continente o fuera de él: regolfo, rada, barlovento, ristre, martinpescador, rabihorcado, ibis, balandra, estuario, baladro, minarete, chalupa, paquebote, sotavento y róbalo, entre otros. Y alcanzan su esplendor en el uso que hace de ellos Mackenzie para sustentar su visión de las cosas y de sus personajes, permitiéndoles nadar firmemente, entre sus páginas, hacia ese cuadro de desolación —hogar de las palabras, representación de representaciones, imágenes atadas a una mente sin tierra y sin cielo, más allá de la ciudad que no es ciudad sino una burda capitanía isleña repleta de aires dulcísimos que tocan los senos de oro de la muerte— y que Mackenzie quiere fabricar al final, en su capítulo ‘La última roca’.
No estamos frente a alguien que señala una casa encendida, quizás, por la luz mortecina en la que alguien seguramente morirá, tal vez un pescador que se propuso llevar a su pez enorme hasta su costa sin importarle los leones marinos o los sargazos o todo  todo. Asistimos al cuadro cotidiano de una sola inundación que trae su plaga incluida y que sofoca una vida doble en una resplandeciente habitación compartida en pos de lo que algunos nos empeñamos en llamar eternidad. Vida doble: la de Ailyn —que juró matar a su comprador cuando fue poseída por primera vez— y la del Viejo Valdemar —es así como se podría designar al amor que se descubre detrás del odio de los años y el espejo— para brindarnos una frase que atisbe la vida en otro lugar, quizás, allí, en esa región inmarcesible de la muerte que aún palpita en la memoria, aquella, la del frenético mañana que se acerca.

No hay comentarios: